Rodrigo Guerra Doctor en Filosofía por la Academia de Filosofía del Principado de Liechtenstein. Profersor visitantes de la Universidad Miguel de Cervantes Chile. Texto transcrito de presentación realizada en Encuentro Internacional Oswaldo Payá Sardiñas 2018 en Panel denominado: “Desafíos del Papa Francisco y su impacto global”.
Muchas gracias a las autoridades de la Universidad Miguel de Cervantes por esta designación como profesor visitante. Les agradezco mucho y espero poder honrar su nombramiento de alguna manera.
El tema que se me ha propuesto desarrollar es el de “los desafíos que el Papa Francisco está enfrentando en la actualidad” (2018). Este tema se podría elaborar desde muchos enfoques, pero por el tiempo, el más didáctico y en cierto sentido el que más nos puede llevar al fondo del tema, es que miremos justamente el itinerario que ha venido recorriendo el Papa Francisco al momento de ejercer la autoridad como sucesor de Pedro al interior de la Iglesia católica y ver justamente a través de su enseñanza más importante, cuáles son las cosas que está tocando con el dedo para tratar de lograr algo realmente muy ambicioso que es la reforma global de la Iglesia Católica.
Como ustedes saben, Joseph Ratzinger antes de ser elegido Papa Benedicto XVI dio una importantísima conferencia en Rímini, Italia, ahí a la orilla del mar. Justamente en esa importante conferencia lanzó un desafío para él mismo y para sus sucesores. El título de la conferencia que impartió en cierto sentido nos ambienta un poco en esto que acabo de decir. El título es “Eclesial Semper Reformanda, una expresión atribuida al clima luterano posterior a Lutero, que indica que sólo hay iglesia cuando hay proceso permanente de reforma. En su intervención Joseph Ratzinger decía, que el corazón de la reforma de la Iglesia es el que la iglesia se desprenda de todas las cosas que se han venido adhiriendo a ella. Y que no son de origen evangélico, pero que con el tiempo se han sumado a formas, modos, actitudes, actividades y que de alguna manera estorban para que Cristo brille, y usa una expresión técnica muy fuerte. Ratzinger, en aquel discurso sostiene que la iglesia necesita una “ablaccio ablaccio”, una ablación, una ablación, es decir, tomar un escalpelo y quitar el tejido muerto o esa suciedad adherida para que vuelva a brillar, que no es otra cosa que el cristianismo elemental, el cristianismo simple, el más fácil, el que conmueve, por cierto, el que reivindica la primacía del amor y la caridad, el que pone en el centro la misericordia y la ternura como método aún para la acción política. Y de eso vamos a estar hablando.
Justamente Benedicto XVI renuncia y de un cónclave se elige a Jorge Mario Bergoglio. Y algo que se ha vuelto un lugar común en los comentarios con los cardenales es, no supimos a quién elegimos, porque si hubiéramos sabido, pues quién sabe qué hubiera pasado. ¿Cómo se veía Jorge Mario Bergoglio en el momento del cónclave? Pues como un obispo, ¿verdad? Un obispo que ya había tenido muchos votos en el cónclave anterior. Un obispo que, en los días previos a la elección, en el momento en que los cardenales están hablando con libertad, diagnosticando la escena del mundo y de la Iglesia contemporánea, había tomado la palabra brevemente en una alocución al interior del cónclave y había dicho que era muy importante que la Iglesia dejara cualquier pretensión de ser sola. Y que era muy importante entender que la Iglesia, su misión, su vocación, su sentido más último no es ser el sol, sino el ser, la luna, la luna brilla, pero no con luz propia, sino con luz de alguien más que la ilumina.
Así, la misión que propone Jorge Mario Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires, para el próximo Papa —y que finalmente recayó en él mismo—, era la de una Iglesia radicalmente puesta al servicio, llamada a dar testimonio de Jesús, más que de sí misma. ¿Por qué me atrevo a subrayar esto que podría sonar simplemente piadoso, emotivo o incluso lejano a un encuentro de políticos católicos? Porque esta propuesta encierra una afirmación profunda: los cristianos no estamos llamados a dar testimonio de nuestra coherencia personal —que siempre es frágil y cuestionable—, sino de aquello que hemos visto y tocado con nuestras manos. Damos testimonio de un acontecimiento: que alguien más grande que nuestra incoherencia nos ha perdonado y se ha compadecido de nuestra miseria. Eso es lo que brilla en nuestras vidas, no nuestra perfección, que suele ser bastante pobre, especialmente si somos sinceros al mirar nuestra realidad más íntima, privada, oscura, traicionera y cómplice. Pero esa misma realidad ha sido salvada y rescatada por otro que se ha inclinado para levantarnos.
Con un discurso que introducía algunas de estas intuiciones, el cónclave eligió a Jorge Mario Bergoglio. ¡Oh, sorpresa! Muy pronto, ya como Papa Francisco, retomó los trabajos de un Sínodo sobre la nueva evangelización convocado por Benedicto XVI, que había quedado inconcluso. Al revisar las discusiones, se dio cuenta de que muchos obispos y pastores del mundo no compartían una comprensión común sobre qué significa evangelizar, y menos aún sobre qué implica una “nueva evangelización”. Este tema, que él valora profundamente, lo convirtió en uno de los pilares programáticos de su pontificado. Para Francisco, evangelizar —si ha de ser nuevo— no debe cambiar el contenido del mensaje, pues el Evangelio es siempre el mismo, sino su sensibilidad y lenguaje, en respuesta a los signos de los tiempos y al cambio de época que estamos viviendo.
Así es como el Papa Francisco escribe su primer gran documento programático, Evangelii Gaudium, donde plantea un conjunto inicial de desafíos que hoy enfrenta con vigor y valentía a escala mundial. Este “pequeño gran documento” puede considerarse una continuidad de las reflexiones de Pablo VI en Evangelii Nuntiandi. Si tuviéramos que resumir su esencia en una sola idea, diríamos que Evangelii Gaudium nos invita a reaprender a ser cristianos no reaccionarios. No se trata de definirnos por la oposición a un enemigo ni de actuar según una lógica de acción y reacción. La propuesta cristiana, dice Francisco, es positiva y alegre, y debe ser anunciada siempre, tanto en escenarios complejos y confusos como en contextos más simples. Esa propuesta es el Evangelio.
El documento no se titula “la reacción ante el enemigo”, sino La alegría del Evangelio, y esto no es casual. Jorge Mario Bergoglio, como obispo, conoció de cerca muchas formas de cristianismo reaccionario, tanto de izquierda como de derecha. Aunque enfrentadas ideológicamente, estas posiciones bebían de una misma matriz: el racionalismo ilustrado, que redujo profundamente el cristianismo a un conjunto de valores meramente humanos. El problema, advierte Francisco, es que cuando esos valores se presentan como un reemplazo de la fe cristiana, pueden sonar atractivos y políticamente correctos —porque no incomodan, porque no mencionan a Jesucristo—, pero en el fondo son solo propuestas formales y abstractas que no salvan. Y cuando estamos caídos, hundidos en el dolor, la humillación o la injusticia, esos valores no tienen una mano que tendernos. No consuelan, no redimen, no transforman.
Ningún valor abstracto puede sacarnos físicamente del fango. Solo alguien real, concreto, con carne y presencia, puede extendernos la mano, levantarnos y ayudarnos a seguir caminando por la vida. Por eso el Papa Francisco propone —o más bien, repropone— a figuras como Bayer y Gabriel, para recordar que antes de que el cristianismo sea una ética, un proyecto social o político, un conjunto de prácticas litúrgicas o rituales, el cristianismo es, ante todo, Cristo. Eso es lo que debemos volver a anunciar: que en medio de la historia ha aparecido una persona real que nos ofreció un gesto de perdón muriendo en la cruz. Esa es nuestra alegría: hemos sido perdonados, y podemos verificarlo no de manera metafórica, sino empírica, cada vez que nos reponemos de nuestras caídas. Pedimos perdón, recibimos la absolución, y eso es ya una forma de resurrección.
Este mensaje, que podría parecer propio del mundo intraeclesial, tiene un impacto global. ¿Por qué? Porque le da al Papa Francisco el fundamento para convocar un Jubileo de la Misericordia y proclamar con fuerza que lo esencial en la vida cristiana no es condenar a los demás. Francisco denuncia con claridad que aún subsisten formas de fariseísmo dentro de la Iglesia, ambientes donde predomina la rigidez moralista. Pero no basta con señalar los defectos conductuales de las personas en su vida privada o pública. El juicio moral sistemático genera más tristeza que conversión. Para que la verdad pueda ser acogida y transforme la vida, debe ser anunciada con caridad, con misericordia, con perdón.
Francisco lo ilustra repetidamente en Evangelii Gaudium con una escena evangélica sencilla pero profundamente auténtica: el encuentro de Jesús con la mujer adúltera. Ella está a punto de ser lapidada según la ley, ante la mirada de expertos en juzgar. Jesús se interpone entre la mujer y sus acusadores, no dice una palabra al principio. Solo escribe algo en la tierra con el dedo —palabras que nadie sabe con certeza qué fueron— y luego pronuncia una frase que cambia el curso del momento: “El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra.” Uno a uno, los acusadores se retiran. Jesús se queda solo con la mujer, y le dice una frase breve, casi mínima, pero transformadora: “Yo no te juzgo. Vete, y no peques más.” Primero, una expresión de acogida; luego, una invitación al cambio, que seguramente será gradual, como todo proceso humano.
¿Por qué esta escena —y muchas otras claves del magisterio de Francisco— tiene impacto global? Porque el Papa está proponiendo dentro y fuera de la Iglesia que es tiempo de sanar heridas, si queremos que la humanidad pueda seguir caminando. Cada vez que los seres humanos intentamos resolver nuestros conflictos sin pasar por el perdón y la misericordia —usando solo arreglos de poder o amenazas— no hacemos más que aumentar la tensión. El resultado son episodios alarmantes, como los recientes, donde un líder amenaza a otro aludiendo al tamaño de su botón nuclear, insinuando la posibilidad de una guerra termonuclear o bacteriológica. Este tipo de desplantes no solo son irresponsables, sino potencialmente destructivos para todos.
El Papa Francisco las desafía con una lógica distinta a la del poder: la lógica del don y del perdón. Busca crear espacios de diálogo que permitan que posiciones opuestas puedan reencontrarse, no suprimiendo sus diferencias —como ya dijo Gutenberg—, sino encontrando un horizonte mayor que nos permita convivir los diferentes sin matarnos.
Francisco también ha afrontado otro tema en esta clave. Cuando en el año 2014 convoca una serie de Sínodos sobre el matrimonio y la familia, se prepara el documento que conocemos como Amoris Laetitia, clave para la renovación del pensamiento ético, matrimonial y sexual al interior de la Iglesia. Rocco Buttiglione ha sido fundamental en esclarecer que una cosa es que algo sea objetivamente malo y otra muy distinta es la imputabilidad personal, que requiere considerar conocimiento, intención y circunstancias.
Esta es la doctrina clásica del catecismo sobre el pecado mortal: no basta la materia grave, se necesita pleno conocimiento y pleno consentimiento. Amoris Laetitia recoge esto con profundidad y lo enlaza con una de las declaraciones más polémicas pero luminosas del Papa Francisco: en una entrevista, cuando le preguntan por las personas homosexuales, responde: “¿Quién soy yo para juzgar?”. Esto escandalizó a muchos sectores conservadores, pero es, en realidad, una expresión de la tradición más antigua y robusta de la Iglesia. Las acciones se pueden juzgar, pero las personas deben ser salvadas. Solo Dios conoce el corazón humano.
Entonces, claro que se puede decir que ciertas conductas son erróneas, pero siempre hay que brindar —con palabras y gestos— un camino de recuperación. Esto tiene un rendimiento político inmediato: muchas veces, en nombre de principios, descalificamos al otro como persona. Y eso dinamita los puentes necesarios para el reencuentro. Una acción política que dinamita los puentes es un suicidio político. Porque sin diálogo, sin capacidad de tender la mano, no hay viabilidad para ningún proyecto, por más noble que sea.
Una enseñanza ética de Amoris Laetitia, en su núcleo, es esta: salvar a la persona real, a ti y a mí. No al concepto, no a la abstracción. A la persona concreta que, por muy extraviada que esté, merece siempre un camino de regreso. Así, ninguna realidad de inspiración cristiana —y, en el fondo, ninguna realidad humana— debe morir por mezquindad si encuentra nuevas energías a partir del reencuentro. Difícil, sí, pero fecundo cuando sucede.
Y así llegamos a la dimensión más directamente social. El Papa se da cuenta de que hoy salvar a la persona implica cuidar el bien común global. No basta con invitarla a confesarse o a rezar en privado. Somos seres sociales, comunionales. Y los derechos de tercera generación —como el derecho a un medio ambiente sano— exigen colaboración universal. Si un país no firma un tratado ambiental, daña a todos. Como dice Francisco en Laudato si’, todo está conectado.
Laudato si’ no es un documento sobre focas o plantas. Es una encíclica sobre el futuro de la humanidad. Muestra que no hay desarrollo humano posible sin cuidado ambiental, y que no hay auténtico cuidado ambiental sin justicia social y sin respeto a los derechos humanos. Francisco denuncia un modelo económico que asfixia a los pueblos, y propone otro camino: una economía al servicio de las personas, no al revés.
El Papa está enfrentando desafíos gigantescos: evangelizar con nuevos métodos, entrar en temas tabú como la sexualidad herida no para juzgar sino para curar, y proponer un desarrollo global humano y ecológico. Como Pablo VI con Humanae Vitae, ha sido incomprendido en su momento, pero el tiempo —y hasta intelectuales ateos como Jaime— empiezan a valorar su lucidez.
Hoy, ante el invierno demográfico, la desigualdad creciente y el avance de tecnologías que desplazan a millones, Francisco está imaginando un nuevo mundo global que debemos comenzar a construir ya. A través de nuevas formas de participación política, menos rígidas, más intuitivas, más humanas.
Si leemos estos documentos con ojos políticos, entenderemos que la modernidad está agotada, que los partidos tradicionales están en crisis, y que necesitamos nuevas formas de hacer comunidad, de buscar el bien común, de hacer política. Con lenguajes más cálidos, más estéticos, más emotivos, más ecológicos. Que nos permitan, juntos, imaginar y construir un mundo habitable para todos.
Con esto dicho, hay materia suficiente para conversar, reflexionar y actuar sobre los desafíos que el Papa Francisco está enfrentando hoy (2018) en el escenario contemporáneo.
Muchísimas gracias.